Alejandro Fernández, Universidad Nacional de Lujan
La inmigración transatlántica constituye un elemento central en la formación de la sociedad argentina moderna y en la imagen del país que, aun en la actualidad, poseen la mayoría de sus integrantes. Prácticamente desde la revolución de independencia se fue extendiendo la idea de que el aumento de la población, el fomento de las actividades productivas y las transformaciones de los hábitos y costumbres tradicionales, heredados de los tiempos coloniales, dependerían en gran medida de la incorporación de inmigrantes extranjeros, en especial europeos. Ello se reflejó en el texto de la Constitución Nacional, sancionada el 1º de mayo de 1853 por el congreso reunido en la ciudad de Santa Fe. Cuyos principios sustanciales – contenidos en el capítulo de “declaraciones, derechos y garantías” – siguen hasta ahora vigentes. Para la época de la sanción, la Argentina contaba con una población muy escasa, de alrededor de un millón doscientos mil habitantes. Los pueblos aborígenes seguían siendo los únicos moradores en amplias zonas del sur y del norte del país (Pampa Central, Patagonia y Chaco) e, incluso fuera de ellas, abundaban las franjas desérticas y mal comunicadas. Actividades que luego serían esenciales para la exportación, como la agricultura cerealera, resultaban de penoso desarrollo, fuera de las cercanías de los centros urbanos, debido a la escasez y carestía del transporte y a la baja presencia humana.
Por su parte, los nacidos en el extranjero sólo alcanzaban un porcentaje elevado en la ciudad de Buenos Aires, mientras que en la mayoría de las provincias su presencia era débil o casi nula. Pequeños contingentes de escoceses, alemanes, irlandeses, y vascos de ambos lados del Pirineo, se habían establecido en el campo de las regiones litoraleñas como parte de los primeros proyectos de colonización oficiales, o bien a través de redes sociales integradas por migrantes que tenían vínculos de parentesco entre sí o que eran paisanos en sus localidades de origen en Europa. Pero se trataba de iniciativas que habían fracasado a poco de emprendidas o que se hallaban en fases iniciales de su desarrollo. En la principal área urbana del país, genoveses y otros italianos septentrionales, gallegos, catalanes y cántabros, comenzaban a nutrir los estratos medios, mientras que los comerciantes británicos, y en menor medida franceses, expandían sus actividades en las plazas mercantiles.
Estas experiencias de incorporación de extranjeros se hallaban aún muy lejos de asegurar un crecimiento sostenido de la población, pero mostraron cualidades que serían destacadas por los intelectuales liberales de la época, como el sanjuanino Domingo Faustino Sarmiento o el tucumano Juan Bautista Alberdi. Este último publicó en 1852 el libro Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, una propuesta en la que la inmigración transatlántica desempeñaba el rol protagónico. Para Alberdi, no se trataba solamente de eliminar el desierto incorporando población extranjera, sino también de acceder un nivel superior de civilización: “¿Queremos plantar y aclimatar en América la libertad inglesa, la cultura francesa, la laboriosidad del hombre de Europa y de Estados Unidos? Traigamos pedazos vivos de ellas en las costumbres de sus habitantes y radiquémoslas aquí.”

El texto constitucional, que en sus grandes líneas sostenía este ideario, estableció en primer lugar la igualdad de derechos civiles entre nativos y extranjeros, eliminando toda restricción de origen en materia de comercio y actividades económicas, acceso a la propiedad, práctica de cultos religiosos, circulación y residencia, libertad de expresión, de prensa, de instrucción, de reunión y asociación. Los extranjeros quedaron eximidos de las levas militares y contribuciones forzosas y se garantizó la inviolabilidad de sus domicilios, salvo orden expresa de un juez competente. No estaban obligados a tomar la ciudadanía argentina, aunque tendrían derecho a optar por ella una vez cumplidos los dos años de residencia continua en el país. Si la constitución recogía el ideal alberdiano del inmigrante como agente de civilización, también lo hacía con las posturas de Sarmiento sobre la asociación virtuosa entre inmigración, agricultura y colonización de la tierra pública, como se puede apreciar en el capítulo de las atribuciones del Poder Legislativo.
Pero el elemento clave se halla en el artículo 25 de la constitución, donde se estableció que una de las obligaciones del gobierno federal sería la de fomentar la inmigración europea. Este enunciado ha generado polémicas a lo largo del tiempo, debido a la mención explícita de un continente desde el cual provendría la población deseable. Sin embargo, debe tenerse presente que en la época era difícil imaginar un origen diferente al europeo para la inmigración: ni Asia, ni África, ni siquiera los países latinoamericanos cercanos, habrían estado en condiciones de aportar flujos de expatriados tan cuantiosos como los que necesitaba incorporar la Argentina. Por otro lado, lo más importante de ese artículo reside en su segunda parte, bastante más extensa que la primera, donde se establece que no se podría restringir, limitar ni gravar con impuestos el ingreso de extranjeros que llegasen con propósitos de labrar la tierra, mejorar las industrias y enseñar las ciencias y las artes. Esta parte, asimismo, es más inclusiva, puesto que habla de “extranjeros”, sin distinción de origen, e inhibe las políticas prohibicionistas de la inmigración que pudieran ordenarse en el futuro, en la medida en que ellas podían ser tildadas de inconstitucionales. Puede decirse, por lo tanto, que en la constitución argentina coexisten hasta la actualidad un mandato pro-inmigratorio no excluyente, sancionado con fuerza, y el ideal de un origen de la población extranjera cada vez más distante, en la medida en que los migrantes europeos han sido reemplazados, durante las últimas décadas, por los provenientes de los países limítrofes.